La lavandera de Ordicia

Todos los días del año, con su cesto en la cabeza, descendía por un pequeño sendero hasta la orilla del río, donde lavaba la ropa, restregándola contra las lajas de piedra de la orilla y aclarándola en la corriente. Después, si hacía sol, extendía la ropa sobre la yerba para que se secase y, si el tiempo era lluvioso, la tendía en un cobertizo cercano.

La lavandera

Sólo cuando el río bajaba crecido y turbio, descansaba.

«El río viene amarillo», decía a sus clientas, y ellas guardaban su ropa hasta que pasara la crecida.

Ordicia verano

Con ella bajaban tambien otras mujeres, que lavaban cada una la ropa de su casa y, por turnos entre todas, la ropa del cura y los paños de la iglesia. Asunto que se prestaba a bromas y resquemores.

Ahora era verano y la dureza del trabajo se compensaba con el frescor de la rivera y la alegría de la chiquillería que bajaba a chapotear en el agua y a comer higos y moras que cogían en los linderos del camino.

Río amarillo

Alguna incomodidad se les presentaba sobre todo con las moscas y tábanos que traía a su alrededor Esteban, el de los bueyes y sus animales, que bajaban a abrevar y que eran casi despachados por las lavanderas al grito de «¡¡Esteban, hay que madrugar!! Ya no es hora de traer a tus bueyes, ¡¡vete a la taberna!!»

Bueyes

Igual que el verano pasado, un asunto le producía gran inquietud. Mientras lavaba la ropa en el río, dos grandes ojos medio sumergidos la miraban fijamente sin parpadear, desde el remanso que se extendía hacia el centro del río. Ella probaba a cambiar de posición, y los ojos la seguían allá donde se pusiese. Era un gran barbo, de un extraño y bello color amarillento.

El barbo

Así una mañana y otra, hasta que el gran barbo, que se acercaba cada vez más a la orilla, fue tomando confianza y llegó a establecerse un diálogo. Con unos golpeteos rítmicos y uniformes de su cola contra el agua, repetía los que ella daba contra la piedra a la ropa que lavaba. Luego, acercándose hasta el límite del remanso, dejaba a la vista su largo y brillante lomo y su blanquecino y viscoso vientre cada vez que se escoraba, para batir su cola contra la superficie del agua.

Juan

Algo tenía de humano ese pez, no cabía duda. Incluso para sus adentros, la lavandera le dio nombre y apellidos: «Juan el de Error-berri», el que desapareció hace unos años en una de las crecidas del río.

Lomo

Los dias eran calurosos y los encuentros se repitieron todas las mañanas, ofreciendo el gran barbo toda la extensión de su costado amarillento y viscoso, a las caricias de la lavandera.

Ordicia noche

La pasión crecía día a día y, en uno de los encuentros, acordaron una cita para la media noche.

Los dos conocían perfectamente los lugares mas recónditos y tranquilos del río así que, cuando llegó la hora a la luz de la luna, remontaron él por el agua y ella por la orilla, hasta un lugar de lecho arenoso, donde los peces se reúnen en período de freza.

Noche río

Allí, ella, cogiéndole por las aletas pectorales, lo sacó del agua y, cogiéndolo entre sus pechos, se lanzaron ambos hasta el centro del remanso, donde se revolcaron apareciendo y desapareciendo entre brillantes salpicaduras y verdes y azules espumas.

Amanecer

Así continuaron hasta el amanecer uno y otro día en que, más por prudencia que por cansancio, se separaban. Él hacia lo hondo de las pozas y ella después de lavarse y peinarse, a su trabajo de cada día.

Adiós

Así fue cómo aquel verano, todas las noches, sabiendo que aquello no duraría más que hasta la primera crecida del río, vivieron su apasionado amor y, por las mañanas, mientras lavaba la ropa, los dos ojos de Juan la miraban desde el remanso del río.