Mañana de verano
Era imposible para aquellas desvencijadas contraventanas, seguir manteniendo los rayos de sol que se colaban por las rendijas, igual que los chirridos de los vencejos.
De manera que me deshice como pude del reguño de telas en que se había convertido mi cama y di por terminado mi descanso nocturno.
Pronto, me encontré fuera, frente a los prados, donde todavía se notaba el frescor dejado por la noche.
y poco a poco, sin ningún propósito me fui alejando por entre ellos.
Las punteras de mis zapatillas se iban mojando, mientras algunas espigas de avenilla entraban por los lados y se iban acoplando entre las plantas de mis pies sin molestarme demasiado.
Una vez suficientemente lejos, ya nada me retenía, y mi andada sin propósito, era casi frenética .
En mi avance imparable, atravesé la pasarela de losa de piedra sobre el pequeño río cenagoso, que hasta entonces era el límite de mis incursiones, y donde siempre me detenía un momento pensando qué habría debajo de la superficie de aquel agua verdosa y espesa por la que patinaban cantidad de zapateros.
Llegué a un campo de heno, que lo atravesé por un sendero, salté una cerca de alambre, atravesé otro campo, luego una langa, otra cerca, otra langa, otra y otra hasta un camino de carros casi cegado por zarzales y atravesado por telas de araña que, al pasar, se me pegaban por la frente y por los brazos.
Por fin, se abrió el camino ante unos prados en pendiente, que entraban entre claros del bosque. Subo por ellos, la pendiente cada vez es más fuerte y, jadeando, deseo llegar a la sombra del bosque. Una vez allí, el frescor, la umbría y, a la vez, algunos rayos de sol que consiguen atravesar el follaje, me provocan un sudor frío muy inquietante que, junto con varios moscardones verdes que zumban a mi alrededor, me hacen salir enseguida de allí.
Abriéndome paso entre los helechos, algunos más altos que yo, que se me enredan entre las piernas y me hacen tropezar, llego hasta un claro, donde respiro, y corro cuesta arriba.
Corro y corro hasta que el espacio se abre y aparecen ante mí las campas extensas de pastizales de hierba cortísima. El aire es limpio, mi cuerpo no pesa y, por fin, puedo ver el final. Me tumbo a pleno sol y me quedo mirando los lejanos montes azules.